Gabriel García Márquez, el conciliador que odiaba las corbatas
De su voz salieron cuentos para la familia que lo acogió cuando vivió en Bogotá. Anécdotas sobre el Nobel de Literatura, en el marco de la Filbo 2023.
Sebastián Arenas
05:15 p. m.
“Soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”, recitaba una persona adentro del Teatro Colón, en 1967, ensayando para la interpretación de Los funerales de la Mamá Grande, cuento que escribió Gabriel García Márquez en 1962.
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Mientras tanto, el autor caminaba, dos cuadras abajo, por la carrera séptima de Bogotá. Estaba, como periodista y escritor, observando, observando mucho. Su primo Óscar Alarcón Núñez, hijo de Remedios Núñez —hermana de Luisa Santiaga Márquez, madre del posterior Nobel de Literatura— lo interrumpió.
—Esta noche presentan tus cuentos en el Teatro Colón.
—Yo sí quiero ir a verlos —contestó García Márquez.
Ese día se conoció que Miguel Ángel Asturias ganó el Premio Nobel de Literatura, y el ideólogo de La hojarasca le dijo a su primo: “¿Cómo va a ser posible que gane el Nobel? Ahora van a creer que esa es la literatura que hacemos en Latinoamérica”.
Alarcón, autor de Los López en la historia de Colombia, consiguió tres boletas: para su hermano, para su primo y para él. A las 6:00 p. m. llegaron a la entrada del teatro y el vigilante les dio el paso a todos, menos a García Márquez, porque no tenía corbata.
—Pero él es el autor de la obra literaria que están interpretando ahí —le dijo Alarcón.
—Puede ser el papa, pero sin corbata no entra —respondió el señor de seguridad.
Ante la tensa situación, le pidieron a García Márquez que se pusiera una corbata, acto que, como se sabe, para nada le gustaba. “Yo no me pongo corbata”. La situación se solucionó cuando apareció Cecilia Fernández de Soto, entonces directora del Teatro Colón y quien dejó pasar al escritor oriundo de Aracataca, que luego fue aplaudido adentro del recinto.
En ese 1967, se publicó Cien años de soledad en Buenos Aires con Editorial Sudamericana. Una novela que García Márquez ya tenía en su cabeza en la década del 40, cuando estudiaba Derecho en la Universidad Nacional.
Allí, intentando ofender, se lanzaban de un lado al otro: “Cachacos”. Y del otro al uno: “Corronchos”. Y así transcurrían los desayunos en la cafetería de la facultad. Hasta que un día dos amantes de la poesía salieron en representación de cada bando y conciliaron. Eran Gabriel García Márquez y Gonzalo Mallarino Botero. Se acabaron las ofensas y este par de hombres forjaron, a punta de caminatas y declamaciones de sonetos en el campus educativo, una amistad eterna.
“Mi papá es el amigo más viejo de Gabo. No el más importante. No era Álvaro Castaño o Fernando Botero. Mi papá era un tipo sin ninguna importancia, que fracasó sistemáticamente en todo, pero era un tipo adorable”, expresó Gonzalo Mallarino Flórez, escritor bogotano, hijo de Mallarino Botero y quien disfrutó en su casa de infancia de extensas noches de relatos de cuentos desde la voz de García Márquez.
Y es que el autor de Cien años de soledad se aburría en la pensión en la que vivía en el centro de Bogotá. Tomaba el tranvía hasta la avenida Chile, donde su amigo Mallarino Botero lo esperaba para llevarlo a casa y pasar fines de semana en familia. En uno de ellos, observando unas sábanas oreándose, encontró la manera para que Remedios, la bella, volara.
En 1982, Mallarino Flórez, quien escribió El día que Gabo ganó el Nobel, voló a Estocolmo (Suecia) como integrante de la comitiva colombiana que acompañó a García Márquez a recibir el galardón más importante de las letras. Allí, vallenato, tambores, cenas, anécdotas. Muchas de ellas fueron contadas en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, bajo la moderación de Federico Díaz-Granados, poeta e hijo de José Luis Díaz-Granados, cuyas sonrisas no cesaron durante el conversatorio.