La humanización de un Dios: ¡oda a Roger Federer!
El tenista suizo puso fin a su carrera, una fábula maravillosa llena de éxito y prestigio.
Felipe Villamizar M.
10:19 a. m.
Cuenta la leyenda que un 8 de agosto de 1981 nació en Basilea, Suiza, un hombre con los poderes de un Dios. Sin saberlo, con el paso de los años iba a desarrollar un talento sobrenatural, que lo iba a posicionar como el salvador de un deporte, el ídolo de ídolos y la personalidad más querida en el planeta.
No tenía capa ni máscara. Tampoco tenía un rayo en sus manos. Tan solo necesitó de una raqueta bien empuñada para conquistar el mundo entero. Hasta la aldea más alejada del planeta sabía de él. Se convirtió en un símbolo de estética, brillantez y elegancia.
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La perfección de sus golpes se asemejaba a los trazos inmaculados de las pinturas de Leonardo Da Vinci; la sincronía de sus movimientos era como escuchar el saxofón o el piano de Ray Charles; ver sus victorias era como electrizarse con el discurso de libertad de Nelson Mandela.
Él es Roger Federer, la encarnación del amor por el deporte. No hay tenis sin Federer ni hay Federer sin el tenis. Un atleta capaz de convertir la disciplina en el éxito. Hablar de su juego llevaría a escribir varios tomos enciclopédicos, pero, para resumir, tenía una derecha excelsa capaz de dividir los mares, como lo hizo Moisés en un pasaje bíblico; un revés a una sola mano, símbolo de la misma distinción suiza y de un ser único en su especie.
Los números hablan por sí solos: fue el número uno del mundo durante 310 semanas, 103 títulos en su palmarés, dos docenas deGrand Slams, tuvo el historial más largo de victorias en la era abierta. Sin embargo, todo esto es anecdótico. Su poder fue poner a millones de personas a ver sus partidos sin importar nacionalidad y unirlos a todos en torno a un partido. Era él contra el mundo, nadie quería vivir con la depresión de sus derrotas.
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Un Dios humano
Tuve la oportunidad de coincidir con Federer en Bogotá. Fue para un partido de exhibición en el Movistar Arena. Allí enfrentaría a su amigo y también tenista, el alemán Alexander Zverev. Esa época fue difícil para la capital de la República. Previo a su encuentro, la ciudad ya sentía un ambiente hostil y los amagues de paro se hacían cada vez más evidentes.
Apenas fueron cinco minutos los que pude cruzar palabras con él, más otros cinco desde que se abrieron las puertas del piso cuatro del hotel en el que se hospedó. Allí se rompieron todos los tabúes. Sí era un Dios, pero era humano. A veces, los seres humanos enaltecemos tanto a nuestros ídolos, que no vemos que tienen las mismas extremidades, ojos, orejas y boca que nosotros.
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Él vestía blazer color caqui, un jean brillante y unos converse, bueno, unos converse suizos, claro está. Se sentó en la sala de la entrevista y saludó a todos apretando sus manos. A una videógrafa que me acompañaba y que moría de los nervios, la tomó de los brazos y le dijo que estuviera tranquila, que tan solo era una entrevista. A ella le brillaron sus ojos al reconocer su humildad.
Fueron cinco minutos de una charla eterna en la que recordó que su vida fue una fábula llena de éxito, pero lo más asombroso es que repitió una y otra vez que lo más importante era llevar a sus fanáticos un mensaje de libertad, de amor por aquello que se practica y de respeto por sus semejantes.
Hoy, Federer deja al tenis, pero seguro el tenis no lo dejará a él. Nunca habrá un deportista que simbolice tanto un deporte como él.
¡Eterno, Su Majestad!