¿Corruptos por naturaleza?
“Mientras la indignación sea pasajera, la impunidad será eterna”.
10:19 a. m.
En Colombia, la corrupción es probablemente el sistema más desarrollado y mejor articulado del país. Es un cáncer que se ha metido en cada rincón del poder, sin importar quién gobierne ni qué partido esté al mando. Aquí, todos prometen ser distintos, pero terminan iguales: con los bolsillos llenos, las promesas vacías y el cinismo intacto.
Desde el Proceso 8.000, que destapó la infiltración del narcotráfico en la política, hasta los falsos positivos que convirtieron el asesinato de inocentes en una estrategia de guerra, la historia reciente del país está marcada por la podredumbre institucional. El saqueo de Reficar, la red de sobornos de Odebrecht, la quiebra de Saludcoop con los recursos de los enfermos, el carrusel de la contratación en Bogotá, el robo descarado de los fondos de educación en Centros Poblados… la lista es infinita.
Ni siquiera el gobierno del "cambio" ha logrado escapar a esta lógica. Mientras se llenaban la boca de discursos sobre una nueva era, su hijo Nicolás Petro se paseaba con bolsas de dinero de dudosa procedencia, Euclides Torres tejía una red de influencia con chequera abierta y "Papá Pitufo" financiaba campañas en la sombra para seguir dominando la DIAN. Los audios de Benedetti, el escándalo de la niñera, los 15.000 millones de pesos sin paradero claro, los carrotanques de La Guajira que nunca llegaron… ¿Hay algo que realmente cambie en este país?
El problema es más profundo que un simple gobierno. Es estructural, cultural. ¿Somos corruptos por naturaleza? ¿Es nuestra política una versión criolla de "El Leviatán" de Hobbes, donde el hombre es un lobo para el hombre, o simplemente hemos construido un sistema que premia la trampa y castiga la honestidad?
Porque aquí la corrupción no es solo de los políticos: es del empresario que soborna para conseguir contratos, del funcionario que pide su "coima", del ciudadano que paga por saltarse la fila, del policía que recibe billetes doblados en su libreta. Es una enfermedad social que no distingue clases ni ideologías.
Cada semana se destapa un nuevo escándalo y cada semana la indignación dura lo que un ciclo de noticias. Al final, todo queda en impunidad, en olvido. ¿Qué nos queda? ¿Seguir señalando, seguir denunciando, seguir indignados en redes mientras todo sigue igual? O, peor aún, ¿terminar aceptando que este país, simplemente, no tiene arreglo?
Tal vez no somos corruptos por naturaleza, pero en Colombia la corrupción dejó de ser un delito para convertirse en una forma de gobierno. Y mientras la indignación sea pasajera y la impunidad eterna, el saqueo seguirá siendo la norma y la honestidad, la excepción.