Petro y el país que pudo ser
Imagínese tenerlo todo para hacer las cosas bien… y terminar convertido exactamente en aquello que sus más férreos críticos advirtieron.
12:45 p. m.
Imagínese tener el respaldo de once millones de personas. Once millones de votos que no se consiguen con una mano en el bolsillo. Algunos lo hicieron por convicción, otros por miedo al regreso de los mismos de siempre, otros tantos con dudas en medio de una segunda vuelta nefasta. Pero lo cierto es que once millones de colombianos depositaron en usted su confianza. Creyeron —o al menos esperaron— que era posible contar una mejor historia en este país.
Imagínese recibir un país herido, pero con energía social movilizada, con una ciudadanía activa, crítica y esperanzada. Un país que no ha colapsado, a pesar de la guerra, de los corruptos, de los malos gobiernos, y que tiene una Constitución que —aunque muchos olvidan— reconoce a Colombia como un Estado Social de Derecho. Un país con instituciones que funcionan, aunque cojeen, y con una democracia imperfecta pero viva.
Imagínese llegar al poder y que se le acerquen personas con experiencia, con conocimiento, con resultados, con trayectoria. Gente que quiere aportar, que cree en el cambio social, en la transformación desde lo público, que sabe cómo hacer posible lo que otros solo prometen. Imagínese tener todo eso al alcance… y desperdiciarlo.
Para sorpresa de nadie: eso fue lo que hizo Gustavo Petro.
Desperdició el mandato que recibió. Desperdició la oportunidad de sumar. Desperdició la posibilidad de gobernar con grandeza. Y no lo hizo por falta de recursos o por la oposición, sino por exceso de ego, por terquedad, por la obsesión de no escuchar a nadie que no le rinda pleitesía.
Petro no tolera la democracia porque la democracia pone límites al poder. Le incomodan los ministros que piensan, los funcionarios con voz propia, los expertos que le hacen advertencias. Y por eso los cambia por leales sin criterio, por fanáticos incapaces de ejecutar, por amigos fieles pero incompetentes. Porque en su lógica, quien no está de acuerdo, está en contra.
Así, el gobierno se rodeó de clientelismo, corrupción, opacidad y fanatismo. Mientras tanto, la plaza pública se convirtió en una tarima de confrontación permanente, en un espacio para impulsar la violencia política y propagar mentiras. Las instituciones que garantizan el equilibrio de poderes pasaron a ser un obstáculo en su cruzada personal. Y lo más grave: sus aliados más cercanos son ahora quienes sueñan con cerrar el Congreso, impulsar una constituyente, o saltarse las reglas en nombre del “pueblo”.
Imagínese tenerlo todo para hacer las cosas bien… y terminar convertido exactamente en aquello que sus más férreos críticos advirtieron. Gustavo Petro no solo ha sido un fraude para la izquierda y para su propio proyecto político. Lo ha sido para Colombia, pero, sobre todo, para sí mismo. Traicionó la esperanza que lo llevó al poder y terminó encarnando los mismos vicios que juró combatir.
Petro tuvo una oportunidad histórica. La tuvo. Pero decidió caminar por la senda de la soberbia. Y cuando la historia lo mire, no será como el gran reformador que pudo ser, sino como el presidente que prefirió el delirio de poder antes que la posibilidad de gobernar con responsabilidad.