Negacionismo y memoria en Colombia

La JEP imputó cargos contra el general (r) Mario Montoya por el asesinato de 130 personas cuando se desempeñaba como comandante de la IV Brigada.


Mauricio Jaramillo Jassir
agosto 31 de 2023
08:16 a. m.
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No es lo mismo la historia que la memoria, entre muchas razones por una que vale la pena resaltar en la presente coyuntura: la primera tiene un ánimo reconciliatorio y reparador. Desde hace varias décadas, la memoria ha sido clave para la superación de la violencia en Colombia, sobre todo, porque en muchos casos se desconoce el paradero de los cuerpos, las razones de los asesinatos y resulta indispensable que autores materiales e intelectuales, así como responsables políticos, pidan perdón a las víctimas. 

Ayer, la Sala de Reconocimiento de Verdad y Responsabilidad de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) imputó cargos contra el general Mario Montoya y 8 militares por el asesinato de 130 personas cuando se desempeñaba como comandante de la Cuarta Brigada en Medellín entre 2002 y 2003.  La JEP hace eco de viejas acusaciones en las que Montoya habría pedido a sus subalternos “litros, chorros, ríos, barriles o carrotanques de sangre” además de rechazar cualquier resultado operacional que no fueran los “positivos”. Según el tribunal especial, el entonces general habría desestimado las capturas o las entregas de combatientes en centenares de casos. Este testimonio lo comparten ocho militares, entre los que aparecen tenientes coroneles, subtenientes y un soldado regular. 

El caso se suma a los testimonios que en junio de año había dado el sargento retirado Fidel Ochoa sobre los llamados “falsos positivos” (que no son otra cosa que ejecuciones extrajudiciales) por casi 50 asesinatos ocurridos en Dabeida entre 2002 y 2006. En su versión, señaló a Montoya de hacer presión para conseguir resultados a expensas de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. En ese testimonio había aparecido también la exaltación al derramamiento de sangre evocada por el coronel retirado Efraín Prada. Tanto Ochoa como Prada dieron su testimonio frente a las familias de víctimas.  

El caso ha sido registrado tímidamente por algunos medios que no lo han considerado como escandaloso o doloroso, ni han hecho mayor despliegue a pesar de la gravedad de los señalamientos. Lo anterior pone en evidencia la necesidad de que los dirigentes políticos asuman la responsabilidad y abandonen un negacionismo no solo insostenible, sino lacerante para las familias de las víctimas y que impide toda posibilidad de acceso a la verdad, derecho históricamente esquivo. La imputación de la JEP apoyada en una extensa investigación, así como en estos testimonios de militares y paramilitares desmovilizados, parecería comprobar la sistematicidad de los asesinatos selectivos y sigue deshaciendo la forzada versión de que se trata de “manzanas podridas” o casos aislados. 

En 2021, Uribe había confesado ante la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad en cabeza del padre Francisco de Roux, haber sido traicionado por los militares que actuaron por su cuenta para referirse el caso de la ejecución extrajudicial de cinco personas en Cajamarca (Tolima) ocurrida en 2004, en pleno auge de la ofensiva de la Seguridad Democrática. Es decir, de manera obtusa no solo se ha negado la sistematicidad, sino la cadena de mando y se ha pretendido hacer creer que, en semejante esfuerzo por asesinar, los militares actuaron por cuenta propia, relato de difícil digestión habida cuenta de la manera en que históricamente se han subordinado al poder civil en Colombia. Que un sargento, teniente o coronel hubiesen tomado la iniciativa, sin recibir una orden implícita o explicita por parte de autoridades civiles, no parece creíble a partir de las evidencias y testimonios hechos públicos en el último tiempo, tanto por la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad como por la JEP. 

A mediados de los 90 y por recomendación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (la misma que Vargas Lleras pretende denunciar para abandonar), Colombia estableció la primera comisión de la verdad de su historia para desentrañar los dolorosos sucesos de la Masacre de Trujillo, Valle de del Cauca, ocurrida desde finales de los 80 hasta comienzos de los 90. El Estado no solo creó esa comisión, sino que aprobó una ley de reparación para esas víctimas y por primera vez, reconoció su responsabilidad en una masacre, por lo que públicamente pidió perdón a través del jefe de Estado. 

Es incomprensible que, a la fecha, los expresidentes Pastrana y Uribe se nieguen a pedir perdón a las víctimas y a asumir la responsabilidad por hechos tan graves, ocurridos durante sus gobiernos. El caso del segundo es peor aún. Ha hecho de la Seguridad Democrática, marco del crimen más grave cometido por el Estado colombiano en la contemporaneidad, junto al genocidio de la Unión Patriótica, el principal sustento ideológico de su partido, el Centro Democrático. Llegó la hora de entender -como ha ocurrido con genocidios o masacres sistemáticas en todo el mundo- que dicha postura que pretende desviar la historia a punta de teorías conspirativas, entiéndase posverdad, dejó de ser un argumento, para convertirse en un atentado directo a la democracia.

@mauricio181212

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