El castigo por ser mujer
"Hoy escribo en memoria de Diana Carolina, Marciana, María, Juliana y Estefany, víctimas de feminicidio en los 27 primeros días del año".
11:45 p. m.
Mientras regresaba a casa, probablemente pensando en los quehaceres diarios y en la rapidez con la que pasan los días, en las intrincadas tareas laborales o en el amor, Diana Carolina Serna fue asesinada por Hernando de Jesús Suárez Hernández, quién alguna vez le dijo que la amaba. Ni sus gritos de auxilio, ni sus pasos rápidos pudieron salvarla. Como otras más de 500 mujeres en 2023 y 6 en lo que va de 2024, Diana se convirtió en un número más, un caso más para las estadísticas, una polémica en las redes sociales, donde se consume la indignación y se pide más: más detalles, más imágenes, más clics, más titulares.
La sombra que deja un feminicidio en el tejido social muestra la directa relación entre la misoginia y la muerte. Rita Segato lo describe como un sacrificio de mujeres para preservar el poder. Aún así, aunque la niebla sea espesa, aunque los factores se repitan, hay algunos quienes insisten en lo banal, en presentar los hechos como quizás una consecuencia de un comportamiento, de alguna palabra mal dicha, de la forma de vestir. Esta insistencia en mostrar el feminicidio como la consecuencia inevitable de no ser una “buena mujer” no es sino un golpe más a la memoria de las víctimas e intenta justificar lo injustificable: en Colombia, una mujer es asesinada cada día por el simple hecho de ser mujer.
Las mujeres siguen siendo el tributo para marcar el orden social de desigualdad. Los feminicidios no son únicamente el asesinato de una víctima, son un recordatorio de la estructura que pone la vida de las mujeres, y especialmente de las mujeres negras, empobrecidas e indígenas, relegadas a un estrato inferior en la jerarquía de vidas dignas de ser vividas. Cada cierto tiempo habrá unos que nos indignen más que otros y aún así, ante la brutalidad y la impotencia que deja la muerte, habrá quienes insistan que era natural, que no pudo haber nada que lo evitara o que minimicen completamente la vida de las mujeres insistiendo que a los “hombres también les pasa”, intentando así desvirtuar la gravedad y el trasfondo social de estos crímenes.
En ese sentido, los feminicidios también comunican. Nos dicen que a pesar de la barbarie, del horror, de la irracionalidad, habrá quienes lo justifiquen. Nos hablan de injusticia, de precariedad, de impunidad. Los feminicidios son una carta abierta a la sociedad, dejan expuestas sus causas, sacan a relucir que aún vivimos en un mundo que odia tanto a las mujeres que debe escudriñar toda sus vidas para justificar sus asesinatos. Nos dirán que ella se vestía de una forma provocadora, o que no era una ama de casa dispuesta y sumisa dedicada a sus hijos, nos dirán que tenía un mensaje de texto hace cuatro años que es, por supuesto, una prueba irrefutable de su infidelidad, de su promiscuidad, de ser mala mujer.
Se clasificará a las mujeres en buenas y malas y nunca seremos las buenas, nos dirán que ella estaba en el lugar incorrecto, que no denunció a tiempo o que denunció muy tarde, que debió haber visto las señales, que debió irse, que debió gritar más fuerte, gritar mejor o correr más rápido. Pero al hablar, gritar y huir, alegarán que exagera, que miente, que no hay soluciones disponibles, que es esencial mantener la unidad familiar, que todas las mujeres experimentan eso, que es normal, que permanezca en silencio, que obedezca, que no es lo suficientemente serio.
Le hablan también al Estado y su constante alardeo moral, su instrumentalización de las mujeres y de la violencia que se ejerce contra ellas. Le hablan a todos los planes nacionales de desarrollo que le juraron a miles de mujeres, cuyas vidas fueron apagadas, que iban a ejecutar campañas, alertas tempranas, capacitaciones a los servidores públicos. Y le habla a la justicia, que todos los días le cierra la puerta de la vida a las mujeres, les dice que esperen tres años, les pide que cuenten su historia una y otra vez para luego dudar de ellas.
En un país donde cada día se pierde una vida a manos de la violencia misógina, es imperativo que reconozcamos estas muertes no como meras estadísticas o como resultados de 'mal comportamiento', sino como lo que realmente son: el resultado de una sociedad que ha normalizado el desprecio y la violencia contra las mujeres. La memoria de Diana Carolina, y de todas las mujeres cuyas vidas fueron arrebatadas brutalmente, merece más que ser un mero titular. Merece ser el catalizador de un cambio profundo y duradero. Merece más que acciones discursivas en un decreto que resultará olvidado hasta que algún día un “trino” llamando por su acción resurja de las cenizas. Merece más que posts en Instagram, de los cuales soy culpable. Merece más que plantones.
La memoria de las víctimas solo se honra cuando en Colombia no queden impunes el 99% de los delitos sexuales, cuando las denunciantes por violencia intrafamiliar no sean devueltas a convivir con sus agresores, cuando se acabe la normalización del acoso, cuando muera definitivamente la violencia estética, la explotación de las mujeres, la cultura de la violación y el llamado a la muerte. Cuando se desdibuje la frontera del “a los hombres también nos matan” que instrumentaliza la vidas incontables vidas que deja la inseguridad y que resurge únicamente cada vez que una mujer es asesinada pero que nace del mismo orden social que silencia a los hombres que han sido abusados, maltratados y víctimas de violencia.
Hoy escribo en memoria de Diana Carolina, Marciana, María, Juliana y Estefany, víctimas de feminicidio en los 27 primeros días del año.
Politóloga y administradora de empresas. Maestrante en Estudios Internacionales.
@gabrielafoam