Consulta Populista
Es como preguntar si queremos acabar con la pobreza o vivir en paz eterna: obvio que sí, pero el problema está en el camino, no en el deseo.
12:24 p. m.
El presidente Gustavo Petro ha vuelto a jugar con fuego. En plena crisis fiscal, con un déficit creciente, una economía estancada y una confianza de los mercados por el suelo, decide lanzar una consulta popular cargada de preguntas que, más que propuestas viables, son eslóganes disfrazados de soluciones. No es una idea nueva: apelar a las emociones para evadir el debate real sobre cómo hacer sostenibles los derechos que todos queremos garantizar.
Las preguntas que plantea el Gobierno no buscan generar deliberación, sino provocar una respuesta automática. ¿Quién podría oponerse a un trabajo digno, al pago justo, a la seguridad social o a la protección de los campesinos? Nadie. Pero ahí está el truco. No se dice cómo se lograría, cuánto costaría, ni quién lo financiaría. Es como preguntar si queremos acabar con la pobreza o vivir en paz eterna: obvio que sí, pero el problema está en el camino, no en el deseo.
Y es que muchas de esas ideas tienen sentido. Formalizar el trabajo doméstico, garantizar derechos a los repartidores o pensar en un bono pensional para los campesinos son causas justas. Pero intentar imponerlas por decreto emocional, sin medir impactos en empleo, productividad y sostenibilidad fiscal, es una forma de autoengañarse... y engañar al país. No se trata solo de querer hacer lo correcto, sino de saber hacerlo bien.
Más grave aún: impulsar esta consulta en medio de una tormenta fiscal no es solo un error de cálculo, es una irresponsabilidad política. Mientras el país necesita decisiones serias, Petro prefiere gastarse cientos de miles de millones en una consulta popular innecesaria, cuando bien podría trabajar con el Congreso —si tuviera la voluntad de construir acuerdos. Lo que necesita el Gobierno no son más plebiscitos simbólicos, sino más gestión y menos espectáculo.
Porque lo que hay detrás de esta consulta no es una preocupación real por los trabajadores, sino la necesidad del presidente de alimentar su narrativa: el pueblo contra las élites, él como único redentor, y el Estado como escenario de una eterna campaña. No es el bienestar de la gente lo que está en juego, sino el ego presidencial que necesita protagonismo, aunque sea a costa de la estabilidad del país.
Lo cierto es que muchas de esas ideas merecen debatirse, pero con seriedad. Con cifras, con planes, con diálogo entre empresarios, sindicatos y Estado. Y, sobre todo, con responsabilidad fiscal. Porque cuando se hace lo correcto de la forma incorrecta, se termina traicionando la causa. Y Colombia, que ya ha pagado demasiadas facturas por la improvisación, no aguanta otra más.