El peso de la xenofobia

Aunque muchos aún no lo crean, la mayoría somos víctimas, no victimarios.


Yhonay Díaz
noviembre 01 de 2024
06:00 a. m.
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Uno de los desafíos más grandes de haber salido de Venezuela huyendo de la desidia, del hambre, de la falta de garantías y del peligro que representa ser periodista en mi país fue enfrentar el pesado estigma de “los venezolanos”.

Después de tenerlo todo, nos dejaron sin nada y no había otra opción que escapar a cualquier lugar donde nos pudiéramos refugiar, otro país que nos permitiera volver a tener por lo menos lo básico, alimentación digna y salud. Parece conformismo, pero no lo es, solo que, en ese momento, cuando tienes la soga al cuello, necesitas recuperarlo todo, comenzando por lo indispensable para sobrevivir.

Las familias comenzaron a fracturarse con ahínco hace unos 10 años, en 2014, cuando siendo una niña de provincia me enfrentaba a la violencia del régimen que acechaba a manifestantes que se negaban a cumplir sus pretensiones.

Recuerdo como si fuera ayer cómo fue mi primer cubrimiento de uno de los hechos que marcaron mi camino como periodista, la muerte de Bassil Da Costa, la primera víctima de aquella impresionante ola represiva que viví cara a cara con el miedo latente de que entre esas personas que vi caer, a pocos a metros, podría estar yo.

Detrás de una migración como las que nos tocó a nosotros hay mucho dolor. Claro, no todos salimos a lo mismo; no niego que algunos se han ido a hacer lo malo, pero no somos todos, pero sí el colectivo en general ha tenido que cargar con las deudas de otros.

Cuando llegué a Colombia ser venezolana era como un delito. A los tres días de estar en este país, me captaron en un medio para ser la community manager, y allí comencé a sentir el peso de venir de allá. No solo manejaba todas las redes sociales de al menos 15 portales, también tenía que escribir mínimo 18 notas de dos fuentes. Si llegaba un minuto después de la hora no me dejaban entrar y me descontaban dos días de los que sí llegaba a tiempo. Eran las políticas de la empresa para mí. Sí, había explotación, pero era lo que tenía y no lo podía dejar porque apenas estaba llegando.

De ese trabajo me sacaron en Navidad, tres meses después de sobrellevar esas condiciones laborales y de hacer un trabajo en el que nunca hubo quejas, y donde el hecho de ser venezolana pesó mucho más que mi desempeño.

Al quedarme sin nada seguí intentando, pero ya el tema de la xenofobia era impresionante y mis aspiraciones como periodista se acabaron. Recurrí a cualquier cosa porque tenía que trabajar, pero hasta para freír empanadas o limpiar en una panadería ser venezolana era sinónimo de un NO rotundo, un NO que aún resuena en mi cabeza.

-“Buenos días. Vengo por el empleo que está en el anuncio de la puerta”, tan solo mi voz y mi acento eran una autorespuesta:

-“No, venezolanos no”.

Esa frase se mantuvo por meses, esos en los que viví gracias a la solidaridad de Mónica, la dueña del apartamento que arrendé, a quien le debo tanto. Ella sí creyó en mí. Me decía esas palabras de aliento que tanto necesitaba escuchar y me daba los abrazos que anhelaba de mi mamá. Siempre me dijo que todo iba a estar bien, y así fue. Gracias, Mónica.

Después de muchos no, y de algunos sí, pero con “condiciones adicionales” por ser venezolana, hoy puedo decir que he podido cargar con el peso de la xenofobia, de señalamientos ajenos y basados en el desconocimiento; porque un gran porcentaje de los que me apuntaron con el dedo, y que aún lo hacen, no alcanzan a imaginar lo que hay detrás de este proceso y lo que he tenido que cargar para estar aquí.

A los ocho millones de venezolanos que han pasado por esto los abrazo, no es fácil lidiar con el estigma de lo que no has hecho, de las burlas por lo que pasó (sin la conciencia de pensar cuántas noches muchos se acuestan sin comer) y con la responsabilidad de llevar a cuestas con lo que destruyó el régimen. Aunque muchos aún no lo crean, la mayoría somos víctimas, no victimarios.

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