La cultura de lo indebido

No nos cansemos de evidenciar y denunciar a los que se encarguen de nutrir la merecida estigmatización que padecemos por unos pocos.


Andrés Hoyos
julio 17 de 2024
06:00 a. m.
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Cuando se habla de orden y urbanidad una porción de los colombianos parece retorcerse en su propio malestar, acostumbrado a cuestionar lo debido, a las malas maneras y a la provocación constante con el fin de lograr algo. No hay una condena social fuerte que condene la trampa, las mañas; esa mal llamada “malicia indígena” que hace que quienes la profesan se metan en todo, solucionen todo a las malas, y se comporten como hampones irracionales, celebrando sus propios desaciertos.

Esa misma porción que se siente con el derecho de saludar diciendo “qué hubo gordo”, o “usted cómo está de flaca”, que van por la vida separando o juntando familias, que empiezan cada frase diciendo “en mi humilde opinión”, son los mismos que se vuelan los semáforos, que revenden boletas, que se cuelan en el transporte público, que cuestionan los símbolos, las reglas humanas, el sano comportamiento y dan paso a los extremos recalcitrantes de tantas corrientes provocadoras que desestabilizan gravemente las sociedades.

Hoy las futuras generaciones están paradas sobre un piso inestable que ve cómo la risa maliciosa y la convicción de la trampa hace eco de la “viveza” y convierte los límites en algo que ya está mandado a recoger. Mientras algunos papás apelan a una educación fundamentada en la honestidad, la justicia y el orden, los mensajes que circulan a diario son de beneficios económicos y perdón para los que delinquen y los que alteren sin fundamento el orden social.

Nos han metido el cuento que las estaciones de servicios de transporte, los monumentos y los edificios no sufren por las marcas de las piedras y la pintura; nos han hecho creer que el vandalismo es una herramienta argumentativa para hacer valer las posiciones y los cuestionamientos; casi que se sienten con el derecho de portar una camiseta de la Selección Colombia para ir por el mundo vulnerando espacios de seguridad, en donde hay niños, ancianos, personas con diferentes incapacidades, y la visión integral de un pueblo estigmatizado gracias a estos comportamientos.

Hoy, buscar la urbanidad, apuntarle a un comportamiento social aceptable, y respetar los diferentes espacios, se convirtió en una caricatura ridiculizada desde el insaciable cuestionamiento para todo y por las vías más radicales. Ya no hay espacios de discusión con argumentos, simplemente el ataque visceral a la interlocución, a la condición humana, al trabajo, y en síntesis a la provocación permanente.

Un comportamiento visceral contenido que estalla casi instantáneamente con una cerveza sin alcohol en la cabeza. Ya no se separan los escenarios, no importa si hay niños, mujeres, personas vulnerables; todo parece justificarse desde la ridiculización de ese mismo orden del que carecemos mientras tiran al piso monumentos históricos, para levantar símbolos antiestéticos de resistencia y rencor.

Hoy la misma sociedad, permisiva por demás, ve impávida cómo se vulnera cada derecho a la tranquilidad en su propio entorno. Los vecinos altaneros y provocadores, dan muestra fiel del padecimiento que tiene la mayoría de colombianos que no encuentran una ruta real para hacer respetar el mismo orden.

El derecho a la privacidad, al respeto entre diferentes pensamientos y argumentos, las posiciones, el color de una camiseta de fútbol, hasta las propias fotos y comentarios que se suben a las redes hoy son herramientas de ataque cuando se agotan los pobres argumentos sociales para construir algo.

Lo que pasó en Miami este fin de semana no es más que el resultado de esa permisividad social y ahí sí, tibieza con la que se ha manejado la condena social, pública y legal, manchada siempre por el “usted no sabe quién soy yo”, construido editorialmente por las omisiones de quienes creen que la responsabilidad siempre es de los otros. Esto no es del presidente ni las autoridades de turno, ser buenos ciudadanos es una decisión individual que hay que vigilar, promover y hacer valer.

No nos cansemos de evidenciar y denunciar a los que se encarguen de nutrir la merecida estigmatización que padecemos por unos pocos. Si se individualizan esos comportamientos, se evidencian y se toman cartas en el asunto, con seguridad el presente y las futuras generaciones tendrán una senda algo más esperanzadora que el comportamiento bestial de tantos embajadores de la cultura de lo indebido.

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