Cansados de lo políticamente correcto
No hay cabida para el matiz ni para reconocer que el mundo es más complejo que sus etiquetas y estigmas.
10:35 a. m.
En esta columna quiero referenciar el debate que plantearon Alejandro Gaviria y Ricardo Silva Romero en su podcast “Tercera Vuelta”, donde queda clara una idea: la gente está cansada de lo “políticamente correcto.” Ese lugar aparentemente neutro y presuntamente civilizado en el que cualquier opinión se exprime con tanto cuidado que pierde todo el filo de la autenticidad y se convierte en una sentencia prefabricada. La derecha ha sabido capitalizar este descontento, y no es gratuito. Hoy, muchos encuentran en líderes como Donald Trump, Javier Milei e incluso Nayib Bukele un refugio para esa libertad de expresión que la izquierda, en su obsesión por dictar su propia versión del mundo, ha dejado de ofrecer.
Es paradójico que, mientras la izquierda tradicionalmente abanderaba la defensa de los derechos individuales y la diversidad de pensamiento, hoy parece que “su verdad” es la única aceptable. No hay cabida para el matiz ni para reconocer que el mundo es más complejo que sus etiquetas y estigmas. La izquierda se ha vuelto prisionera de su propio ego, incapaz de comprender que la política también exige una dosis de humildad: la humildad de escuchar, de entender las necesidades y sentimientos de aquellos a quienes pretende gobernar y piensan diferente.
Lo mencionó Ricardo Silva en uno de sus diálogos: el progresismo no está haciendo política, sino que está buscando decretar su propia realidad. Quiere ser juez y jurado de cómo deben ser nuestras vidas, cuestionando, imponiendo, dictaminando. Empleando estrategias donde anular la opinión del otro se ha vuelto la norma. De esta forma, las consignas progresistas no solo se posicionan como una alternativa, sino como un imperativo: cuestionan a la iglesia, a la familia y a cualquier valor que no se alinee con su visión. Su lucha contra las instituciones tradicionales se ha convertido en una cruzada sin espacio para la reflexión o el respeto por los distintos modos de vida.
Es aquí donde la derecha ha encontrado un terreno fértil. Las figuras como Trump, Milei o Bukele representan a esas mayorías populares que no quieren vivir con un sensor en el hombro, obligados a pedir disculpas antes de siquiera expresar una opinión, para no herir susceptibilidades. No es que sus posturas sean necesariamente “las correctas” en todos los casos, pero tienen algo que el progresismo ha perdido: la capacidad de hablarle a la gente común y decir lo que muchos piensan sin temor.
La izquierda actual parece haber olvidado que la política se trata también de reconocer al otro, de entender el peso de las preocupaciones populares y de ver más allá de sus teorías para entender las vidas reales. En lugar de construir puentes, sigue radicalizando sus pasiones y cerrándose a una única lógica, como si imponer su verdad fuera un fin en sí mismo. No se da cuenta de que esta violencia simbólica (esta imposición de lo “políticamente correcto” como única guía) genera, inevitablemente con el tiempo, una reacción de rechazo.
La libertad de expresión, en ese sentido, ha sido secuestrada por lo que algunos denominan progresismo y otros, con menos paciencia, denominan autoritarismo moral. Y ahí radica la fuerza de estos líderes de derecha: en una época en la que se supone que todos debemos ir con cuidado y medir cada palabra, ellos ofrecen una salida a quienes no quieren vivir así. Nos guste o no, el creciente respaldo popular a estos personajes refleja el hartazgo de una parte de la sociedad que, más que discursos morales y censuras disfrazadas, está buscando una política que la respete y le permita existir sin las restricciones de aquello que otros sentencian como lo “políticamente correcto”.