La espiral de la indignación
El único antídoto ante esta terrible enfermedad de la democracia es cambiar la motivación de nuestro voto desde el debate público.
06:05 a. m.
Se postra ante nuestros ojos como una verdad ineludible algo que se repite cada vez que los ciudadanos son sometidos a una medición: en Colombia, los partidos políticos y el Congreso de la República son instituciones tremendamente impopulares, muchas veces superando hasta a los más sanguinarios grupos armados al margen de la ley.
Invamer Poll en el mes de agosto mostraba que los partidos políticos contaban con un 76% de imagen desfavorable, superando en este penoso ranking al Congreso de la República, que cuenta con un 66% de desfavorabilidad. En el mismo sentido, los resultados del Barómetro de Edelman sitúan a Colombia como el cuarto país de la muestra que más desconfía en su gobierno.
Entre los conocedores del mercadeo político parece existir un consenso en que el factor de mayor incidencia en una elección política recae en las emociones. Esta cuestión hace que resulte imprescindible para un candidato poder empatizar con su potencial elector, estructurando un mensaje que tenga la capacidad de impactarlo emocionalmente y que éste se convierta en un voto favorable para su interés al final de la campaña.
Es así como la desconfianza se ha apoderado de la agenda política del ciudadano, y en esa medida se ha abierto un portón inmenso para darle cabida al discurso de traficantes de indignación. Los traficantes de indignación, sin tener una gama amplia de características comunes, surgen generalmente fuera de los centros políticos como 'outsiders' y saben apalancarse de causas sociales de alto impacto o apersonarse de aquellas que duermen en los cimientos de la indignación.
La política de la indignación se ha vuelto descifrable. Sus blancos predilectos son justamente los partidos políticos y el Congreso de la República, instituciones frágiles ante la opinión pública. Paralelamente, se apoyan en estructuras que amplifican mensajes en los cuales se finge rigor con tono de denuncia y con un lenguaje sencillo de aparente franqueza. Al final terminan, sin sorpresa, con un “¡No más!”.
Sin embargo, ese fue solo el comienzo. Como lo vimos en las elecciones pasadas, los indignadores lograron ensanchar sus estructuras para intensificar el mensaje. Pocos días antes de cerrarse las inscripciones, levantaron su mano e inscribieron su nombre en un tarjetón para buscar una curul en el Congreso de la República a través de un partido político. Sin un rastro de vergüenza, prometieron convertirse en la cura a esa enfermedad que expusieron con verdades, verdades a medias y mentiras desde las cenizas de las instituciones que criticaron.
Sus campañas fueron una continuación de lo que hicieron bajo la sombrilla de lo que denominaron como “activismo”. Echarle leña al fuego, liderar movimientos de indignación, haciéndose valer de todos los recursos disponibles. Algunos atacaron de frente a la institucionalidad en una campaña en la que el único perdedor fue el país. Por ejemplo, tacharon de “vagos” a los que ahora son sus colegas. Otros, en cambio, apostaron en contra de grupos económicos y posicionaron de nuevo el #NoMás con la promesa de enemistar al Estado con los mercados libres a expensas del consumidor colombiano.
Lastimosamente la evidencia demuestra que del paso de aquellos indignadores por instancias de poder solo ha quedado la intensificación del fenómeno que Scott Mainwaring, Ana María Bejarano y Eduardo Pizarro Leongómez denominan en su artículo “The Crisis of Democratic Representation in the Andes” como la Crisis de la Democracia. Esta es el resultado del bajo desempeño de quien fue elegido con respecto a la agenda política de su electorado. Los autores plantean que la consecuencia natural de este suceso es el recrudecimiento de este fenómeno con la aparición de nuevos 'outsiders', a quienes consideran indeseables en un sistema democrático sano.
La desacreditación de los partidos políticos como agentes de la democracia es a su vez caldo de cultivo para que los 'outsiders' puedan participar en la arena política con una agenda política cambiante, pero sin ningún mecanismo de responsabilidad ante el vehículo electoral que utilizaron para hacerse elegir ni 'accountability' ante sus electores. Cuestión que puede ser incluso más crítica cuando militan dentro de los partidos denominados como “atrapa todo”.
El final, esta espiral de indignación puede ser terrorífica. Con un sistema de partidos políticos frágil, el elector pierde la capacidad de premiar o castigar a su representante porque el sistema se convierte en volátil e inseguro. Al mismo tiempo, con el desgaste del poder legislativo, se ensancha la capacidad del poder ejecutivo, ya predominante en nuestro sistema político: quedamos, como país, sometidos a las intenciones de quien gobierne.
El único antídoto ante esta terrible enfermedad de la democracia es cambiar la motivación de nuestro voto desde el debate público. Como electores debemos premiar a los candidatos que eviten el atajo de la indignación y tomen el camino tortuoso del argumento, sin dejar de emocionar. El debate público nos está debiendo más líderes inspiradores para aplacar a los traficantes de la indignación.
@pablolondonosa
Politólogo