Mi edificio, descolocado, tiene hambre

Son 32 indomables y hambrientos pisos que también sufren sed, lamentando que un día el razonamiento se volvió racionamiento.


Carlos Valencia
mayo 26 de 2024
09:00 a. m.
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Vivo en un gigantesco y bien ubicado edificio de 32 pisos que se arraiga a lo más profundo de mi ser de una extraña manera. En ocasiones lo que debería dolerme me es insensible, ¿quizá es que no me sorprende? Otras, me golpea, y eventualmente me contagia de su magia, la bella.

Es esquinero, alto, provisto de inmensidades naturales, y en él viven todo tipo de personas: Están quienes lo habitan, los que lo viven, los que lo arriendan, lo compran, lo usufructúan, se lo roban, lo heredan, lo padecen, lo pisan, sobrevuelan y navegan; los que se fueron y regresaron, los que lo dejaron y solo pueden recordarlo, y los que lo sueñan.

Y es que entre sueños y realidades se ha ido descolocando mi edificio, pero no por la tierra en la que se erige, a pesar de su violenta formación, sino por quienes lo sueñan a modo de pesadilla, o los que entre pesadillas sueñan convertirlo en paraíso.

Como la pobre viejecita, en ciertos aspectos, siempre ha tenido hambre mi edificio, y sus pisos han padecido, unos más que otros, la inclemencia de males provocados por los mismos vecinos.

Las ideologías alimentaron mentes hasta que los estómagos empezaron a sentir hambre. Son 32 indomables y hambrientos pisos que también sufren sed, lamentando que un día el razonamiento se volvió racionamiento.

Aunque un inquilino que otro se ha medido al reto de administrarlo, no lo logra, o sí, pero con el cuestionable éxito que no gozan todos.

A pesar de los esfuerzos no se ha logrado el equilibrio. Siempre hay una que otra batalla entre los habitantes de mi edificio descolocado. Nadie está nunca de acuerdo, y cuando hay mayoría, se desbarata el quorum en las asambleas de copropietarios.

Es peor, que cuando alcanzamos por fin el 50+1, hay un 49 que no se siente representado. O que de esa minoría hay residentes esperando su turno de vacas gordas y tierra prometida. ¿Pero cómo podría existir balance en un edificio descolocado desde su base?

Constantemente se inclina, va de sur a norte, de oriente a occidente, y de derecha a izquierda según favorezca el viento.

¿Es culpa de quienes lo habitamos, o quizá de los administradores? ¿O tal vez de todos, al pensar que aquellas cuotas extraordinarias saldarán las deudas con la historia? ¿Cómo corregir las bases?, ¿con tiempo, o quizá forzando con alguna escuadra que pretenda enderezar esa columna?

Hay pisos muy bellos a los ojos de visitantes y residentes, otros no tanto, según dicen. A algunos niveles no llega la luz, mientras hay apartamentos que reciben el sol de amanecer y atardecer. También hay hambre lumínica en mi edificio descolocado.

Eventualmente algún administrador recuerda aquellos suelos olvidados.

Siento que con el paso del tiempo mi edificio se tambalea más, amenazante por derrumbarse, pero sus cimientos siguen firmes y no sé cómo. Aunque no significa que no se desnivele y revuelque a uno que otro piso cada cierto tiempo.

Mantengo la esperanza de que este terreno en el que está situado mi edificio descolocado, fortalezca su suelo y permita que aunque haya hambre, cada vez menos residentes mueran de inanición teniendo neveras llenas. “Pero ese es un horizonte demasiado largo”, dijo alguien una vez.

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