Vivimos en un país de resentidos
Sí, somos un país de resentidos… y con justa razón.
01:55 p. m.
Esta columna surge de conversaciones que he tenido en distintos espacios con mi familia, amigos, colegas y políticos. Siempre la abordé de manera pasiva, escuchando sus opiniones sin entrar en debates profundos sobre sus ideas. ¿Somos unos resentidos en Colombia? Mi curiosidad por este tema creció con cada respuesta que recibía al formular la pregunta.
Quienes rechazaban esta afirmación la veían como un argumento utilizado por las élites para deslegitimar las protestas sociales, considerándola incluso una expresión clasista. En contraste, quienes estaban de acuerdo con la idea terminaban, paradójicamente, dándole la razón a sus detractores, pues sus comentarios solían estar cargados de un discurso superficial y excluyente.
No pretendo juzgar sus posturas, al final, esas han sido las dos caras de la moneda que nos han querido vender los políticos de izquierda y derecha en Colombia.
Por mi parte, estoy de acuerdo con la afirmación pero en desacuerdo con la argumentación que ha defendido esta postura durante años. En las siguientes líneas desarrollaré mi postura donde quienes la defienden, podrán tener un nuevo punto de vista y quienes no la respaldan, tal vez puedan cuestionarse en su opinión.
Vivimos en un país de resentidos porque nuestra historia desde el inicio nos ha puesto en contra de nosotros mismos. En definitiva, no se trata de una cuestión entre “ricos y pobres”, ese es el discurso vacío y conveniente que nos han vendido por muchos años. Somos unos resentidos porque desde siempre hemos encontrado (y buscado) razones, excusas o maneras de enfrentarnos entre nosotros como nación. En este contexto, la guerra siempre ha sido un detonante que marca nuestra historia como país.
Desde el grito de independencia en 1810, Colombia ya estaba dividida. Antes de ser República, la guerra entre centralistas y federalistas en La Patria Boba (1811-1816) evidenció una nación en disputa más que en construcción. La disolución de la Gran Colombia en 1830 confirmó esa fractura, y en 1839, la joven "Colombia Independiente" libró su primera guerra civil: la Guerra de los Supremos, un conflicto religioso entre liberales y conservadores.
Siguiendo con la tradición, la segunda mitad del siglo XIX se convirtió en un escenario de enfrentamientos entre godos y cachiporros, donde la religión seguía siendo un detonante crucial. No nos bastó con una guerra, así que pasamos por la Guerra Civil de 1851, la Guerra Magna (1860-1862), la Guerra de las Escuelas (1876-1877) y las continuas Guerras Civiles entre 1884 y 1895. Como si el siglo XIX no hubiera sido lo suficientemente sangriento, el siglo XX comenzó con la Guerra de los Mil Días (1899-1902), cuyas secuelas se extendieron hasta la creación del Frente Nacional (1958-1974). Hasta ese momento, eran 144 años de historia donde la guerra, la división social y política fueron la norma en este país.
Y la violencia no se detuvo. Si bien liberales y conservadores dejaron de matarse entre sí, las guerrillas anarquistas tomaron el relevo, sembrando el terror en cada rincón del país, desde los pueblos más remotos hasta las ciudades más grandes. Los supuestos revolucionarios encontraron en el narcotráfico una fuente inagotable de poder y financiamiento, perpetuando un conflicto que se transformó, pero nunca desapareció. No entraré en detalles sobre esta etapa porque, a estas alturas, todos estamos lo suficientemente familiarizados con la guerra interna que seguimos padeciendo hasta el día de hoy.
Si a este interminable ciclo de guerra civil le sumamos las desigualdades sociales, las injusticias históricas, la corrupción y la impunidad, ¿cómo no vamos a ser un país de resentidos? Durante más de dos siglos, hemos acumulado frustraciones, traiciones y abusos que han calado en nuestra identidad colectiva.
Hemos encontrado más razones para dividirnos que para unirnos. Nos han enseñado a desconfiar del otro - que el vivo vive del bobo -, a ver en cada compatriota un enemigo ideológico, un adversario político o, peor aún, una amenaza. La historia nos ha convertido en una sociedad fragmentada, donde el rencor se hereda y la reconciliación parece siempre un imposible.
Y en ese eterno tire y afloje, los políticos han hecho lo que mejor saben hacer: aprovecharse de nuestras diferencias. Han convertido el resentimiento social en su mejor herramienta de manipulación, abriendo grietas cada vez más profundas y fabricando nuevas razones para que sigamos divididos. Al final, los únicos beneficiados de tanto odio y polarización son ellos. Después de tanto tiempo, es imposible no cargar con el peso del resentimiento, es la consecuencia lógica de una historia marcada por la injusticia y la división. Por eso, sí, somos un país de resentidos, y con justa razón. Pero no nos podemos quedar ahí ¿cómo podemos evolucionar y transformar ese resentimiento en unidad? Tenemos mucho por hacer.